Educar sin agua: El reto guajiro

Colombia nos permite gozar, en calidad de turistas, de una variedad de paisajes que varía entre estaciones y latitudes; pero la realidad para sus residentes es otra: en ocasiones, las condiciones en las que viven les impiden derechos tan fundamentales como el acceso al agua y a la educación. Cuando hablamos de “educar” en el país, nos referimos a una titánica tarea en la que la geografía representa un gran reto. Tal es el caso del departamento de La Guajira, en donde niños, niñas y adolescentes se debaten entre la sed del calor apabullante y las improvisadas aulas de clase.

En los últimos cuatro años, La Guajira tuvo ocho gobernadores entre titulares y encargados. La crisis institucional produjo que en 2017 y hasta ahora, los recursos de agua, salud y educación estuvieran intervenidos por el Gobierno Nacional. En el departamento, más de la mitad de la población no cuenta con servicio de agua potable, de acuerdo con el Censo de 2018. En este territorio, donde la sed es el principal malestar diario, el negocio de la compra y venta de pimpinas de agua se equipara en ganancias con la venta de gasolina y ACPM.

Las plantas desalinizadoras, los molinos, jagüeyes y pozos que se plantean como alternativas para abastecer el líquido, se enfrentan al desgaste y la corrosión de sus estructuras por la salinidad en el ambiente. El resultado de estas iniciativas son esqueletos tecnológicos deteriorados o dañados.

En 2015 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le ordenó al Estado medidas cautelares para proteger, principalmente, a la Alta Guajira de la escasez de agua. En 2017 la Corte Constitucional instó a que las autoridades cumplieran los compromisos, ya que hasta la fecha no habían obedecido lo establecido por el organismo internacional. Además, determinó que existe “una violación sistemática a los derechos de la población, en particular de los niños y las madres gestantes de la comunidad wayuu por la falta de agua”. Un año después, en 2018, la misma Corte reiteró el llamado, y en mayo del año pasado, emitió un último fallo en el que volvió a llamar la atención sobre la persistencia del problema de acceso al servicio.

En el departamento es frecuente ver la escena de jinetes de burros en búsqueda de agua bajo el atenuante sol.

En entrevista con La Silla Vacía en el mes de abril, el viceministro de Agua, José Luis Acero, manifestó que para garantizar el suministro de agua, la Administración Temporal que maneja los servicios intervenidos en la Guajira, en coordinación con el Gobierno Nacional, contrató más de 100 carrotanques con cisterna para entregar 44 millones de litros de agua y se habilitó parte del caudal de la represa del río Ranchería y pozos en Manaure, Castilletes, Riohacha y Maicao.

No obstante, las soluciones no pueden limitarse a pañitos de agua tibia. El periodista Ever Mejía apunta que la falta de luz eléctrica en la mitad del departamento agrava la ausencia del suministro de agua. “Las máquinas que bombean el agua o las plantas desalinizadoras no funcionan sin luz”, resalta.

En Koloyosú, un asentamiento ubicado en el kilómetro 58 vía a Valledupar, solo algunas viviendas cuentan con energía eléctrica gracias a paneles solares alquilados a precios altos. Cada vez son menos las familias que mantienen el limitado servicio, porque las baterías que almacenan la energía únicamente permiten encender un bombillo entre 4 y 6 horas al día y no responde a sus necesidades reales de energía eléctrica. Durante el día, los miembros de la comunidad delegan a alguien para que baje al poblado más cercano, a hora y media de camino, para cargar sus teléfonos celulares.

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Históricamente ha existido en La Guajira una grave crisis humanitaria por la falta de agua potable. Este es el departamento con más pobreza rural en Colombia; según la Contraloría General, el 96 por ciento de la población rural es pobre. Hablar de las dificultades que atraviesan por igual tanto docentes como estudiantado para acceder a la educación sobra. Sin agua se limitan las oportunidades para niños, niñas y adolescentes indígenas.

En la comunidad de Koloyosú añoran los días en los que podían extraer agua del pozo público. Sin embargo, hace más de un año los paneles solares que lo ponían en funcionamiento se averiaron.

Ana María Uriana, docente en Koloyosú, destaca que, pese a las adversidades, la voluntad por aprender es más notoria. Por su plantel han pasado generaciones de niños que caminan una gran distancia para estudiar.

Hace un par de años, cuenta, tenía bajo su cuidado a dos “pequeñitos que llegaban colegio montados en un burro”. Siendo pequeños, sus padres le ataban al animal un canasto de cada lado y ahí colocaban a los niños, le daban una palmada en el trasero y este seguía el sendero hasta la escuela. El proceso lo repetía ella en el viaje de regreso. Tiempo después, cuando el mayor se acercaba a la edad de 10 años, mantenía la vieja costumbre, nivelando el peso de su hermano con una pimpina de agua en el lateral opuesto, que rellenaba todos los días para los quehaceres domésticos.

Esa motivación por estudiar no es exclusiva de una parte de la región, por el contrario, se hace evidente en cada uno de los caseríos que se han asentado en el desierto. Por ejemplo, en Karapashen, a dos horas de Riohacha y una hora de Maicao, Jesús David se acerca a hablar con nosotros. Tiene siete años, pero le han bastado para perder la vergüenza al hablar con extraños. “Quiero ser abogado”, dice entre risas. Aunque en su comunidad no hay abogados, el ha conocido a algunos en Riohacha porque son amigos de su papá. Por su solvencia y su estatura bien podemos asociarlo a un tercer grado de primaria. La curiosidad nos invade. “¿Para defender a los buenos o para encarcelar a los malos?”, preguntamos. Juan David ríe. Para él, eso no es por ahora más que una broma, y contesta: “Para defender a los buenos”. Mientras sueña, se aleja del grupo con que jugaba, minutos después lo vemos caminando de frente al sol con su pimpina en busca de agua.

Juan David, miembros de Karapashen y futuro abogado.

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