Entre la muerte y la desesperanza. Así es vivir sin agua potable en Colombia

Sin embargo, en este país de 50 millones de habitantes, enfocado en problemas económicos, de orden público, tráfico de drogas, la violencia y contaminación, la búsqueda de agua no parece ser una prioridad para sus gobernantes.


La búsqueda de agua es un problema crucial en muchos países del planeta. En Colombia, donde la temporada de lluvias va de mayo a septiembre, también tiene sus complejidades.

La región Caribe, que ocupa una extensión del 11,6% del territorio nacional, similar al tamaño de países como Nicaragua y Honduras, es considerada una zona tropical o semiárida, con precipitaciones anuales de entre 500 y 2000 mm.

En el otro extremo, en el sur, menos poblado que el norte, es más húmedo y alcanza un promedio de entre 2.300 y 3.000 mm.

Sin embargo, en este país de 50 millones de habitantes, enfocado en problemas económicos, de orden público, tráfico de drogas, la violencia y contaminación, la búsqueda de agua no parece ser una prioridad para sus gobernantes. Incluso ahora que la epidemia por COVID-19 ha subrayado la importancia de la higiene, sobre todo del lavado de manos, los esfuerzos por un acceso equitativo a agua potable son casi nulos.

El agua con sabor a cloro

En La Suprema, vereda cercana al municipio de Marialabaja, el agua no es potable. Llega a las casas por medio de acarreo o algunas mangueras tendidas desde un embalse. Para Julián Ramos, de 50 años, quien lucha por conseguir agua potable para su comunidad, el gobierno no hace nada para que el líquido sea apto para el consumo humano.

“Hace unos años, un niño cayó cuando fue por su balón al embalse. A los días le comenzaron a salir llagas en la piel e infecciones porque el agua no es potable y ahí van a parar los residuos de una planta de tratamiento que la succiona. Entonces quién toma agua directamente de ahí está expuesto a morir, son aguas muy peligrosas”, advierte.

Nisley Contreras, de 38 años, ha vivido desde su infancia en la vereda. No sabe lo que es vivir con agua corriente y jamás ha bebido agua mineral. 

“El agua sabe a cloro”, dice Contreras.

“Vivimos con agua del embalse que mis hijas y yo acarreamos. Sabemos que el agua contaminada enferma y más a los niños”, lamenta esta mujer, consciente de que no tiene otra opción.

De acuerdo con la investigadora Irina Junieles, el poblado de 69 familias fundado hace más de 25 años por campesinos que llegaron al lugar huyendo de la guerra, cuenta con numerosos ojos de agua dulce y potable que es apta para el consumo después del filtrado. Sin embargo, tras la desmovilización del llamado Bloque Héroes Montes de María, se aceleró el cambio en el uso del suelo y de los recursos naturales, pasando de plantaciones tradicionales de arroz, frutas, plátano, yuca y maíz, a grandes monocultivos, como lo indican estudios que muestran que, entre 2006 y 2015, el área cultivada con palma de aceite en el municipio de Marialabaja creció 224%, pasando de 3.400 a 11.022 hectáreas.

A partir de esto, los caminos que permitían a la comunidad el acceso rápido a arroyos y fuentes de agua fueron condenados; el espacio para sembrar se encogió porque las tierras empezaron a ser compradas por grandes empresarios del suelo para su explotación; los pocos ojos de agua de libre acceso comenzaron a “saber raro”; se dio mortandad de peces en el embalse y aparecieron enfermedades en la población que afectaron de manera especial a niños, niñas y adultos mayores.

Marlene Ramos, de 63 años, es madre de pescadores. Ella ha pertenecido a la comunidad desde su fundación. Según ella, “las plantaciones de palma y la planta de tratamiento afectaron mucho al embalse. Ya casi no se ven peces, antes vendíamos bastante pescado a la orilla de la carretera, pero ahora los peces no crecen mucho y la gente no nos compra porque dicen que están contaminados”. Para los habitantes de La Suprema, la contaminación del embalse ha diezmado la presencia de mojarras loras y amarillas, barbules y corbinatas, antes muy apreciados por la gente.

A pesar de los riesgos por infecciones en la piel, los niños se recrean en las aguas de las corrientes aledañas.

La desdicha de los condenados

Según Junieles, algunos de los daños que ocasiona ingerir agua contaminada fueron descritos por habitantes de la comunidad en una acción popular presentada en 2011, en la que denunciaron la muerte de 7 menores de edad por causas asociadas a problemas gastrointestinales. Como prueba aportaron estudios de las fuentes de agua que mostraban las pésimas condiciones que la hacían no apta para el consumo humano.

“En enero de 2014, el Tribunal Administrativo de Cartagena dictó sentencia en contra del Municipio de Marialabaja y a favor de La Suprema, en una decisión que extiende sus efectos a todo el municipio. La orden fue garantizar agua potable en un plazo máximo de 24 meses, y medidas transitorias que lleven el líquido a La Suprema”, añade. Hoy en día, son limitados los avances que se han hecho en la implementación del acueducto, a lo que en la vereda deben recurrir a dos motobombas comunitarias que se dañan constantemente.

Julián vive con su madre, un par de hermanos y sobrinos. Para almacenar el agua aprovechan envases de garrafones de 20 litros. Cuando es temporada seca y se produce mortandad de peces, deben comprarla. “Para esos tiempos pasa un camioncito que vende los garrafones, o hay que ir hasta Marialabaja para comprar en las tiendas. En la tienda lo venden a 5.000 pesos y el camión lo da a 4.000 pesos, pero esa agua tampoco es potable”.

Según Julián, en ocasiones el agua de los camiones llega negra, con residuos, con color hierro oxidado. Deben pasar “tres o cuatro horas mientras se sienta para que se ponga clarita. Ahí sí la puede tomar uno”.

En suma, estamos ante un escenario que vulnera un derecho esencial, el del acceso equitativo al agua segura. “Desde que pusieron la planta y empezaron a sembrar palma ha habido ese problema, ya tiene como unos 10 años”, recuerda Julián. “El Gobierno y las autoridades siempre han sabido sobre este problema, saben que esta agua no se puede consumir, y no hacen nada” concluye.

Julián y María Ramos, habitantes de La Suprema.

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