Emprendimos nuestro camino hacia la vereda La Cañada mientras que las luces de nuestro carro, varado a la distancia, nos iluminaban al caer la tarde. Eran las 7 de la noche y a nuestro horizonte la niebla ya se apoderaba de cada una de las montañas, sabíamos que estábamos muy arriba porque por momentos la presión no nos permitía escuchar claro.
Con nuestra primera parada en el caserío de Lázaro nos esperaban algunos jóvenes que desde siempre han habitado la vereda. Embarcamos nuestras pertenencias y herramientas de trabajo en varios animales y nos adentramos en absoluto silencio en lo que para nosotros era otro mundo. Los caminos estrechos y las montañas inclinadas nos dieron la bienvenida a lo que sería un camino de casi 2 horas en medio de la naturaleza, y una que otra casa a oscuras.
No había pasado mucho tiempo cuando ya varios del equipo estaban agotados. Algunos de los residentes bajaron de sus burros para ofrecernos un viaje menos tedioso. Entre ellos estaba Luis, un joven de 19 años que guiaba su burro con una cuerda mientras subíamos y bajábamos pendientes.
Desde que Luis empezó a hablar no hubo más silencio en el camino, no faltaron las historias locales y las risas, hasta que llegamos a casa de Yarledis en la alta montaña.
El Joven
Jorge Luis Salas Romero parecía tener mucha experiencia en el terreno. Con un celular en su mano derecha iluminaba el camino que la luz de la luna no podía alumbrar por las largas ramas de los árboles. Con su mano izquierda guiaba muy despacio a su animal. Estuvo la mayor parte del tiempo de espaldas a nosotros, cubría su delgada contextura con un suéter verde y pantaloneta blanca, su cabello era un negro muy intenso.
Cruzaba de lado a lado sin zapatos, como si él y la tierra fueran uno sólo. Al preguntarle por qué andaba descalzo, nos respondió: “a mi me gusta estar descalzo por acá, los zapatos no sirven para este terreno y resbalan mucho, en cambio así uno pisa más firme”.
Jorge Luis es oriundo de Sincelejo, Sucre. Visitó La Cañada por primera vez a los 6 años para pasar tiempo con su abuelo. “Ya yo conocía esto por acá desde que era pequeño. Mi papá me trajo a visitar a mi abuelo varias veces. Después de que mi abuelo falleció, mi papá quiso venir para acá a trabajar la tierra y nos mandaba a buscar a mi y a mis hermanos para que lo ayudaramos”, cuenta.
Vivió hasta los 16 años en un barrio humilde de Sincelejo expuesto a dinámicas de violencia y condiciones de pobreza. Su padre evitando estas situaciones fue llevando consigo uno a uno a sus 3 hijos y a su esposa a la vida rural. “El barrio en el que vivíamos era bastante pesado, se formaba mucha pelea y muchos amigos se estaban yendo por el mal camino. Mi papá al ver esa situación nos mandó para acá en el monte de manera definitiva”, agrega.
Una de las actividades que más disfruta es jugar fútbol. Cuando le preguntamos qué le gustaba hacer, volteó su mirada brillante sobre nosotros y alzó sus cejas con entusiasmo y dijo: “mi pasión es el fútbol, yo sin eso no sé vivir”. Por eso, con entusiasmo nos cuenta sobre sus participaciones en los campeonatos de fútbol que celebran los domingos los habitantes de los caseríos que rodean la alta montaña. En estos campeonatos se enfrenta contra jugadores de El Limón, Hondible, Lázaro y una decena de otras veredas aledañas.
Además del fútbol, Jorge Luis dedica las tardes de los fines de semana a ir a las veredas más cercanas a “jugar gallos”. Tiene unos cuantos que lleva a enfrentarse con otros en espectáculos nocturnos. En ocasiones gana dinero por sus apuestas. Otras veces viene “limpio” y sin el animal.
Jorge ya no ve la ruralidad como un paseo de unos días; para quien ya está adaptado a la vida en la ciudad puede ser difícil, pero para él no fue tan complicado. “Yo cuando me vine para acá no puse ningún pero, ya yo sabía cómo era la vida acá: tranquila, sin mucha preocupación y con comida cerca para hacer, además de que el paisaje es muy bonito y me encanta andar en burro; eso fue lo primero que aprendí cuando vine por acá por primera vez”.
Lo esencial
Jorge Luis asegura que “lo malo del campo son los servicios, eso sí es complicado porque por acá no llega la luz, hay que cocinar con leña, no hay agua limpia cerquita y menos un baño; uno debe ir al monte. Ahí sí que toca acostumbrarse”. Sus palabras describen perfectamente su realidad.
Como en La Cañada no hay sistemas que potabilizan el agua, sus habitantes la toman directamente de arroyos o estanques, la almacenan en vasijas de barro para que se mantenga fresca y en ocasiones la hierven para que la consuman los más pequeños; la situación se torna complicada con la llegada del verano: “en el último año, desde octubre hasta febrero todos los pozos se secaron y para ir a llenar a los pocos que quedaban nos tocaba hacer fila, la situación se puso bastante difícil y el ganado empezó a morirse, muchos perdieron sus animales. A mi papá se le murieron tres de las siete vacas que tenía”.
En su comunidad la defecación al aire libre es habitual, las viviendas no tienen sistema de alcantarillado, ni un inodoro o poceta para defecar. La mayoría de las casas cuentan con un cambuche improvisado donde alcanzan a tener un poco de intimidad para bañarse. ¿Y el agua? Normalmente el baño es con agua de lluvias que caen en la alta montaña.
En relación al acceso a energía eléctrica, hace algunos meses Jorge Luis y su familia pasaron de iluminarse con velas y lámparas de ACPM a hacerlo con un kit solar del programa Energía Grata de Tierra Grata. Precisamente, al día siguiente de nuestra llegada, él iría con nosotros a ampliar las instalaciones en las viviendas de sus vecinos, esta vez como un Guardián de la Luz, un título honorífico por su liderazgo y compromiso con el desarrollo de su comunidad.
“Cuando querían ser las 6:40 ya había que recogerse. Ahora no, uno se reúne a ver televisión, a jugar dominó o echar cuento, y yo ya puedo llegar seguro con mis gallos después de las peleas bien tarde por la noche”, enfatiza.
Una de las próximas metas de Jorge es poder terminar su bachillerato. Dice que por la pandemia y por falta de recursos los profesores no han venido más a la vereda. Él guarda la esperanza de que lleguen pronto para retomar las clases, mientras tanto trabaja sembrando en el campo junto con sus hermanos para tener algo de dinero con la cosecha.
“Cuando uno ya empieza a tener plata en sus manos a veces se le olvida que es bueno seguir estudiando para tener mejores oportunidades. Yo quiero retomar para terminar los tres años que me faltan”, añade.
Jorge Luis es el ejemplo vivo de hallar sentido y apropiarse del estilo de vida de un territorio. A sus 19 años se siente satisfecho con la vida que tiene, se ha encontrado a sí mismo haciendo las actividades que le gustan y encuentra entretenimiento en el campo. “Yo no me iría de aquí por ahora, con este ya son 3 años los que llevo aquí y yo me siento muy a gusto en el campo, aquí esta familia, así que lo tengo todo”, finaliza.
Pese a las dificultades, historias como la de Jorge Luis demuestran lo bonito de vivir en la ruralidad. Su entusiasmo nos llena de motivación para ratificar nuestro compromiso con las comunidades rurales, para que puedan vivir con lo esencial y tener una vida plena bajo sus propias condiciones y satisfacciones.